miércoles, 24 de mayo de 2017

La elección de Dios precede a la fe

Pablo entonces procede a declarar que «Dios hizo sobreabundar las riquezas de Su gracia para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo» (Ef. 1:8–9). En estas palabras, oyes, lector, la gracia de la iluminación que fluye como un río de la fuente de aquel eterno consejo que había estado oculto. Lejos, muy lejos está esto de la idea de que Dios tuviera en cuenta nuestra fe para nada al escogernos Esa fe no pudo haber existido excepto que Dios la prescribió para nosotros por la libre gracia de Su adopción para con nosotros. Pablo confirma todo esto en mayor grado cuando declara que ninguna causa externa movió a Dios —ninguna causa fuera de Sí mismo al escogernos— sino que Él mismo, en Sí mismo, fue la causa y el autor de la elección de Su pueblo, aún no creado o nacido, como aquellos a quienes más tarde habría de conferir fe: «conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Ef. 1:11).
¿Quién no puede ver que aquí se exhibe el propósito eterno de Dios diametralmente opuesto a nuestra propia voluntad y propósito? También Agustín sopesó a fondo este pasaje y, según su interpretación, observa «que Dios de tal manera obra todas las cosas que también en nosotros obra la disposición de creer». De esta manera se presenta y se prueba, creo yo, quiénes son los que Dios llama por el Evangelio para la esperanza de salvación; a quiénes injerta en el cuerpo de Cristo; y a quiénes constituye herederos de vida eterna; que éstos son los que Él adoptó para Sí mismo por Su eterno y secreto consejo para ser Sus hijos; y que tan lejos estaba de ser movido a adoptarlos por ninguna fe en ellos, que esta elección es la causa y el comienzo de toda fe en ellos; y que, por tanto, la elección es, en cuanto al orden, antes que la fe.

El amar a Dios depende en su llamado.

Igualmente claro y manifiesto es lo que se encuentra en el octavo capítulo de la Epístola de Pablo a los Romanos. Después de decir que todas las cosas ayudan a bien a los fieles que aman a Dios, a fin de que nadie busque el origen de su felicidad en sí mismo, o suponga que por amar a Dios primero es merecedor de la bondad de Sus manos, el apóstol, por vía de corregir todo error de esa clase, añade de inmediato: «a los que conforme a su propósito son llamados» (Ro. 8:28). Por medio de lo cual se ve que Pablo ansía asegurarle a Dios toda la gloria, pues demuestra que es Él quien, por Su llamado, hace que lo amen los hombres, que por sí mismos no podían sino aborrecerlo.
Si uno examina escrupulosamente la especie humana entera, ¿qué inclinación natural a amar a Dios encontrará en ninguno de ellos? ¡Ninguna! En este mismo capítulo Pablo declara que todos «los designios de la carne son enemistad contra Dios» (Ro. 8:7). Pues bien, si todos los hombres son, por naturaleza, enemigos de Dios y adversarios Suyos, resulta muy evidente que únicamente Su llamado es lo que separa a algunos del resto, les hace deponer su odio, y los induce a amarlo. Además, no puede haber duda de que el apóstol habla aquí del llamamiento eficaz por medio del cual Dios regenera a aquellos que antes había adoptado para que fueran Sus hijos. El apóstol no dice sencillamente «los que son llamados» (esto a veces se aplica a los reprobados que Dios llama, o invita, promiscuamente con Sus propios hijos, al arrepentimiento y a la fe), sino que dice, con plena explicación: «a los que conforme a su propósito son llamados» (Ro. 8:28), propósito que debe ser, por su naturaleza y efecto, firme y ratificatorio.

Todo mérito humano previsto excluido.

Explicar este texto para aplicarlo al propósito del hombre es (según arguye Agustín) absurdo en extremo. En realidad, el contexto mismo proscribe todo escrúpulo, como para hacer totalmente innecesaria la intromisión de un intérprete. El apóstol añade de inmediato: «a los que predestinó [o definitivamente designó], a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó […]» (Ro. 8:30). Es evidente que el apóstol habla de un cierto número que Dios destinó para Sí mismo como propiedad y tesoro privativo. Pues aunque Dios llama a muchos —por muchos medios, y especialmente por el ministerio externo de hombres— ni justifica ni al fin glorifica a nadie excepto a quien ha ordenado para vida eterna. El llamamiento de Dios, por consiguiente, es un llamado especial positivo que de tal modo sella y ratifica Su elección eterna, que manifiesta patentemente lo que había estado oculto en Dios concerniente a cada uno de los que llama.
Muy bien conozco las cavilaciones de muchos sobre este punto. Dicen que cuando Pablo afirma que Dios predestinó a los que antes conoció, quiere decir que cada uno fue escogido con respecto a su fe futura, cuando creyera. Pero no les concedo a éstos lo que ilusamente se imaginan: que debemos entender que Dios previó en ellos algo que lo inclinaría a dispensarles Su favor y gracia. Es evidente que a Sus elegidos Dios los preconoció cuando, y porque, los escogió libremente. De ahí que el mismo apóstol enseñe en otro lugar que Dios conoce a los que son Suyos porque los ha marcado, por así decirlo, y los da por incluidos en Su lista.
Agustín tampoco omite el importante punto de que por el término «presciencia» hemos de entender el consejo de Dios por el cual predestina para salvación a los Suyos. Que Dios supo de antemano quiénes habían de ser herederos de vida eterna, nadie niega. La única pregunta que pudiera surgir es ésta: si Dios previó lo que habría de hacer en ellos, o qué serían ellos en sí mismos. Vana astucia es tomar el término «presciencia» y usarlo para fijar la elección eterna de Dios en los méritos del hombre, mientras que el apóstol en todas partes la vincula únicamente al propósito de Dios.

También, Pedro saluda a la Iglesia como «elegidos según la presciencia de Dios» (1 P. 1:2). ¿Haría esto Pedro creyendo que alguna virtud que Dios previó en ellos les ganó Su favor? ¡No! Pedro no está comparando hombres con hombres, haciendo que algunos sean mejores o más dignos que otros, sino que está situando en alto, por encima de toda otra causa, el decreto que Dios determinó en Sí mismo. Como si hubiera dicho que aquellos a quienes escribía se contaban ahora entre los hijos de Dios, porque fueron escogidos o elegidos por Él antes de que nacieran. Siguiendo este mismo principio, enseña después en el mismo capítulo que Cristo fue «destinado desde antes de la fundación del mundo» (1 P. 1:20) a ser el Salvador que habría de lavar con Su sangre los pecados del mundo. Es indudable que con esto aquel apóstol significa que la expiación del pecado, cumplida por Cristo, fue preordinada por el eterno consejo de Dios. Ni de otra manera puede explicarse lo que hallamos en el sermón de Pedro, registrado por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, que Cristo fue entregado a la muerte «por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios» (Hch. 2:23). Pedro articula «anticipado conocimiento» con «consejo» de modo que sepamos que Cristo no fue arrastrado a la muerte por mera casualidad o sencillamente por asalto violento de hombres, sino porque el todo-bondadoso y todo-sabio Dios, que conoce todas las cosas, así lo había decretado de propósito.
Un pasaje del Apóstol Pablo debe bastar para terminar toda controversia entre aquellos de mente sana. Dice él: «No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde antes conoció» (Ro. 11:2). Y un poco más adelante explica qué era esa presciencia, diciendo que «un remanente escogido por gracia» se salvó (Ro. 11:5). Otra vez, Israel no alcanzó por obras lo que buscaba, pero «los escogidos» sí lo alcanzaron (Ro. 11:7). Lo que en el pasaje anterior llamó presciencia, después lo define como elección, elección libre y gratuita.

sábado, 4 de marzo de 2017

El Ídolo del libre albedrío

Por John Owen (1616-1683)

“En esto”, dice Arminio, “consiste la libertad de la voluntad, en que aun contando con todo lo requerido para capacitarla a tener la voluntad de lograr algo específico, no le importa si la lleva a cabo o no”. Y todos los participantes del sínodo dicen: “Acompaña a la voluntad del hombre una propiedad inseparable que llamamos libertad y, por ende, la voluntad es llamada un poder, el cual, cuando todas las cosas consideradas como necesarias a su operación son satisfechas, puede o no aceptarla.

¡Es decir que, según esa creencia, nuestros libre albedrío tiene tal poder absoluto e incontrolable en la esfera de las acciones humanas, que ninguna influencia de la providencia de Dios, ninguna certidumbre de sus mandatos, ninguna inmutabilidad de su propósito, puede cambiar las determinaciones tomadas libremente ni tener poder de lo Alto para causarle que quiera o resuelva llevar a cabo alguna acción que Dios tiene la intención de producir por intermedio de él! Tomemos como ejemplo la gran obra de nuestra conversión. “Todos los hombres no regenerados”, dice Arminio, “tienen en virtud de su libre albedrío, el poder de resistir al Espíritu Santo, de oponerse a la gracia ofrecida por Dios, de rechazar  el consejo de Dios en lo que a ellos mismos se refiere, de rechazar el evangelio de gracia, de no abrirle el corazón a él, que todo lo sabe”. ¡Qué ídolo tenaz es éste, que ni el Espíritu Santo, ni la gracia y el consejo de Dios, ni el llamado del evangelio tocando a la puerta del corazón, lo puede mover, ni aun en la medida más pequeña prevalecer contra él! ¡Ay de nosotros entonces, si cuando Dios nos llama, nuestro libre albedrío no tiene la inclinación ni la disposición de acudir a él! Pues parece que no hay ninguna otra manera de responder a él, por más todopoderoso que sea. “Porque reconozcamos”, dice Corvino, “que a pesar de todas las operaciones de gracia que Dios puede usar para nuestra conversión, ésta permanece bajo el poder de nuestra propia libertad por lo que podemos no convertirnos; es decir que queda en nosotros el poder de arrepentirnos o no”.

Dondequiera que el ídolo claramente desafía al Señor a obrar con todo su poder, después de haberlo hecho, le dice que, al final de cuentas, seguirá haciendo lo que quiere. Su presciencia, su poderosa predeterminación, la eficacia moral del evangelio, la infusión de su gracia, la operación eficaz del Espíritu Santo, todo esto es nada, nada puede ayudar ni cambiar nuestra voluntad independiente en lo que respecta a lo antedicho. Bueno, ¿entonces en qué lugar hemos de colocar al ídolo? “En alguien a quien ha llevado a pecar o a hacer lo que le place”, como sugiere el mismo autor. Pareciera que, en lo que al pecado se refiere, ¿entonces nada se requiere de él para hacer el bien que contar con el permiso de Dios? ¡No! Porque los Remonstrantes "siempre suponen un poder libre de obedecer o no obedecer, tanto en el caso de aquellos que obedecen como de aquellos que no obedecen", donde todos los méritos de nuestra obediencia, que nos hace diferentes de los demás, se nos atribuye a nosotros mismos y a ese poder que tenemos de elegir libremente. Ahora bien, esto se aplica, no sólo al acto de obedecer, sino a la fe misma y su total consumación. “Porque si alguien dijera que todos los hombres en el mundo tienen el poder de creer, si esa es su voluntad, y de obtener salvación, y que este poder es parte de su naturaleza, ¿qué argumento tendríamos para refutarlo?”, le dice triunfalmente Arminio a Perkins, confundiendo claramente el sofístico innovador, la gracia y la naturaleza como siempre lo hizo Pelagio.

Entonces, lo que los arminianos declaran aquí en nombre de su libre albedrío, es una independencia absoluta de la providencia de Dios al hacer cualquier cosa que sea y de toda su gracia al hacer lo bueno: Una autosuficiencia en todos nuestros actos y una neutralidad absoluta al hacer lo que queremos, que esto o aquello se superpone a cualquier influencia de lo Alto. De modo que, según esta creencia, las buenas acciones nacen de nuestra voluntad y no dependen en absoluto de la providencia de Dios como actos originados en su gracia porque son actos buenos, sino que en ambos casos proceden de un principio dentro de nosotros mismos que no son motivados de ninguna manera por un ser superior.

Ahora bien, rechazamos la primera premisa porque nuestra voluntad es creada y, en segundo lugar, porque es corrupta. El hecho de ser creada le impide hacer algo por sí misma sin la ayuda de la providencia de Dios y el hecho de ser corrupta le impide hacer algo bueno sin la gracia divina. A menos que nuestra intención sea convertirla en un dios, no podemos aceptar una operación autosuficiente o sea, sin la obra eficaz del Dios todopoderoso. Y no hemos de otorgar al hombre un poder de hacer el bien como lo tiene de hacer el mal, a menos que neguemos la caída de Adán y pensemos que todavía estamos en el Paraíso.

Tenemos, sí, un libre albedrío que es libre de toda compulsión externa y necesidad interna, que tiene la facultad de elegir aquello que le parece bueno, dentro de lo que comprende una elección libre. No obstante, está sujeto a lo decretado por Dios, tal como ya lo he demostrado. Es totalmente libre en todo lo que hace, tanto con respecto al objeto que escoge como al poder y facultad vital por los que obra infaliblemente de acuerdo con la providencia de Dios. Pero afirmar una independencia suprema y en todo sentido, ajena a cualquier sujeción, como pretenden los arminianos, que suponen que todas las otras cosas necesarias deben permanecer absolutamente en nuestro propio poder de voluntad, a hacer algo o no hacerlo, es simplemente negar que nuestra voluntad está sujeta al gobierno del Altísimo… contra tal exaltación de ese grado de independencia, me opongo:

Primero, toda operación que sea independiente de cualquier otra cosa es puramente activa y, en consecuencia, un dios, porque nada, fuera de una voluntad divina, puede ser un acto puro, poseyendo tal libertad en virtud de su propia esencia. Cada voluntad creada debe tener la libertad de participación, que incluye una potencialidad tan imperfecta que no puede ser activada sin la acción previa de un ser superior. Ni es esta acción extrínseca en perjuicio de todo libre albedrío, el cual requiere que el principio de funcionamiento interno se active y libere, pero no dice que éste no sea activado por un ser superior externo. Nada, en este sentido, puede tener un principio independiente de operación, si no cuenta con un ser independiente.

Segundo, si los actos libres de nuestra voluntad están sujetos a la providencia de Dios a fin de usarla para cumplir su voluntad y, por medio de ellos, cumplir muchos de sus propósitos, entonces no pueden por sí mismos ser absolutamente independientes al punto de, por su propio poder, manejar cada circunstancia y condición a su antojo.
Ahora bien, he dado prueba de lo anterior presentando todas las razones y los pasajes de las Escrituras para mostrar que la providencia de Dios invalida las acciones y determina la voluntad de los hombres para que libremente realicen aquello que él ha determinado. Y, por cierto que si fuera de otra manera, el dominio de Dios sobre la mayoría de las cosas en este mundo sería excluido: No tendría nada de poder para determinar algo que alguna vez pudiera suceder relacionado con lo que tiene que ver con la voluntad del hombre.

En tercer lugar, la doctrina del libre albedrío es aceptable cuando se ejerce bajo la dirección de Dios “en quien vivimos, nos movemos y somos”, pero es idolatría cuando se ejerce sólo porque el hombre tiene la facultad de hacerlo. Considerando ahora, en segunda instancia, el poder de nuestro libre albedrío en hacer aquello que es moralmente bueno, encontraremos que, no sólo es esencialmente imperfecto, por ser creado, sino también es corrupto por un efecto contraído. La habilidad que los arminianos le adjudican en este sentido —de tener el poder de hacer aquello que es moral y espiritualmente bueno— es tanta que hasta lo declaran un estado de inocencia, aun el de un poder para creer el evangelio y el poder para resistirlo, de obedecer y no obedecer, y de volverse a Dios o no. En las Escrituras, como ya he mencionado, no existe ese término [libre albedrío] ni ningún equivalente. En cambio, las expresiones que usa concernientes a nuestra naturaleza y todas sus facultades en esta condición de pecado y de falta de regeneración parecen implicar todo lo contrario: Que estamos “sujetos a servidumbre” (He. 2:15), “muertos en… pecado” (Ef. 2:1) y, por lo tanto “libres acerca de la justicia” (Ro. 6:20); “esclavos del pecado” (v. 17); bajo el reinado y dominio del mismo (vv. 12 y 14) y nuestros “miembros” siendo “instrumentos de iniquidad” (v. 13); que no somos verdaderamente libres hasta que el Hijo nos libere (Jn. 8:36); de modo que este ídolo que es el libre albedrío, en lo que respecta a cosas espirituales, no es ni un ápice mejor que los otros ídolos de los paganos.

Tomado de “A Display of Arminianism” (Una exposición del arminianismo) en The Works of John Owen (Las obras de John Owen), Tomo X, reimpreso por The Banner of Truth Trust.

miércoles, 11 de mayo de 2016

Las evidencias bíblicas de la resurrección de Cristo

La resurrección de Jesús es una de las doctrinas más fundamentales del cristianismo. Tanto así, que como bien dice el apóstol Pablo, si Cristo no a resucitado de los muertos, vana es entonces nuestra predicación y nuestra fe.
Pero, ¿existe evidencia de que él haya verdaderamente resucitado?. A continuación expongo los clásicos y firmes argumentos a favor de una de las enseñanzas más elementales del cristianismo.

1. Su muerte: Hay quienes, negando la resurrección de Cristo, dicen que lo que sufrió Jesús en la cruz fue simplemente un desmayo o desvanecimiento, y que mas tarde, en la tumba, habría vuelto en si. De esta manera Jesús mismo (otros dicen que con la ayuda de sus discípulos) fué el que removió la piedra para aparecer más tarde en persona y engañar así, tanto a sus discípulos como a la demás multitud para que creyesen que él efectivamente había vuelto de entre los muertos.
Ahora bien, la teoría del desvanecimiento  es sencillamente imposible. La biblia describe los sufrimientos de Cristo y su agonía en la cruz de tal forma, que es impensable que haya podido soportar todos esos sufrimientos y aun así, continuar con vida después de ello. Y con tal vitalidad para remover con sus propias fuerzas la piedra,  Hank Hanegraaff,  describe los sufrimientos de Cristo de la siguente manera:

"Su tormento comenzó en el Huerto de Getsemaní después de la emotiva última cena. Allí Jesús experimentó una condición médica conocida como hematidrosis. Unos diminutos capilares en sus glándulas soporíferas se reventaron, y el sudor se mezcló con sangre. Como resultado, su piel quedó sumamente frágil. Esa misma noche, Judas lo traicionó, Pedro lo negó y la guardia del templo lo arrestó. Estando ante el sumo sacerdote Caifás, se mofaron de Él, lo golpearon y lo escupieron. A la mañana siguiente lo llevaron al pretorio azotado, magullado y sangrando. Allí lo desnudaron y sometieron a la brutalidad de la flagelación romana. Un látigo lleno de huesos afilados y puntas de plomo redujo su cuerpo a jirones temblorosos de carne sangrante. Cuando se desplomaba en el charco de su propia sangre, los soldados le lanzaron unas vestiduras escarlatas sobre los hombros, le pusieron un cetro en las manos, y le colocaron a presión una corona de espinas en la cabeza. Ya Jesús estaba en condición crítica. Colocaron entonces una pesada viga de madera sobre su cuerpo sangrante, y la cargó hasta un lugar llamado Gólgota. Allí experimentó la más espantosa tortura en forma de cruz. Habían refinado el sistema romano de crucifixión para que produjera el máximo de dolor. La palabra atroz se debió inventar para denotar por completo su horror. En el «lugar de la Calavera», los soldados romanos atravesaron las manos y los pies de Cristo con gruesos clavos de hierro de quince centímetros. Oleadas de dolor recorrieron su cuerpo cuando los clavos laceraron sus nervios. Respirar se convirtió en un esfuerzo agonizante al tener que echar hacia arriba el cuerpo para agarrar pequeñas bocanadas de aire. En las horas siguientes experimentó ciclos de tirones en las articulaciones, calambres, asfixia intermitente y dolores insoportables mientras su espalda se movía de arriba a abajo contra la áspera madera de la cruz. Cuando el frío de la muerte subió por su cuerpo, gritó: ((EH, EH, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?)) (Mateo 27.46). En ese grito de angustia se condensaba la mayor de las agonías, porque en la cruz Cristo estaba soportando el pecado y el sufrimiento de toda la humanidad. Luego, al haber terminado su pasión, entregó su espíritu. Poco después un legionario romano le clavó una lanza por el quinto espacio intercostal hacia arriba a través del pericardio, y le atravesó el corazón. De la herida brotó un raudal de sangre y agua, lo que demostró de manera concluyente que el tormento había sido mortal."

Por lo tanto, es indudable que el cuerpo de Cristo, al ser bajado de la cruz, estaba efectivamente muerto.

2. La piedra removida: La escritura dice que, por instigación de los líderes judíos, Poncio Pilato mando una guardia de soldados que custodiasen la tumba de Jesús hasta el tercer día, "no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos."(Mat. 27:64), y aparte de eso, sellaron la tumba con una pesada piedra. William Hendriksen dice al respecto: "En la presencia de estos soldados que han recibido la orden de vigilar este sepulcro para que nadie lo moleste, se fija una cuerda cubierta con greda o cera a la piedra y sobre la cera se imprime el sello oficial. Seguramente ahora nadie se atrevería a romper el sello o a mover esta piedra. Vemos la piedra excesivamente pesada, el sello, la guardia" y Charles Ryrie comenta: "Esto se llevó a cabo, probablemente, conectando la piedra con el sepulcro mediante una cuerda y la cera en la que se marcaría el sello, de modo que cualquier manipulación pudiese ser detectada fácilmente". De modo que si los discípulos hubiesen querido mover la piedra tendrían que haber tenido la capacidad militar para vencer la guardia romana, el valor para romper el sello y más aún, la fuerza suficiente para mover la grande y pesada de piedra. Pero, lejos de eso, la Biblia nos dice que los discípulos de Cristo estaban destrozados. En aquella oscura y fría noche de pascua, uno le había entregado, otro le había negado y los demás "dejándole, huyeron" (Mat. 26:56). Ellos estaban poseídos por el miedo y la frustración. No esperaban un final así, después de todo, ellos creían que él era el que había de redimir a Israel (Luc. 24:21). Pero junto con la muerte de Jesús, murieron también sus ilusiones y esperanzas, de tal manera que es impensable que hubiesen intentado robar su cuerpo para después decirle a todo el mundo que Cristo había resucitado verdaderamente.
Pero, si no fueron los discípulos, ¿entonces quien movió la piedra?. La biblia dice que "un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removió la piedra, y se sentó sobre ella.
Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve. Y de miedo de él los guardas temblaron y se quedaron como muertos" (Mat. 28:2-4).
Se dice que Frank Morrison, un abogado escéptico, intelectual y brillante, se propuso escribir un libro para desmentir la historia de la resurrección, pues para él no era más que un mito. Años más tarde, salió de su pluma un libro muy diferente llamado ¿Quién movió la piedra? Y en el primer capítulo que el escribe y titula "El libro que no se quizo escribir" dice: “Después de haber analizado las evidencias de una manera objetiva y lógica , yo encuentro una sola conclusión razonable: “Jesucristo resucitó de entre los muertos tal como lo dice la Biblia".

3. La ausencia de su cadáver: Pero hay quienes, a pesar de todo lo anterior, siguen sosteniendo que los discípulos vinieron de noche y robaron su cuerpo (Mat. 28:13). Ahora bien, si efectivamente fuera así, entonces dónde pusieron su cadáver. Se espera que los judíos y romanos, al encontrar la tumba vacía y a los discípulos más tarde proclamando valerosamente la resurrección del Señor, no solamente trataron de apagar esa proclama con la persecución, sino también intentaron hallar su cuerpo para poder mostrarlo públicamente, y convencer así a las personas de que Jesús, había muerto y permanecía muerto. Pero su cadáver sencillamente no fue hallado. Porque, como bien lo testifica la Escritura: "Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella" (Hch. 2:22-24).

4. La transformación de los discípulos: Otro de los problemas que deben enfrentar aquellos que dicen que los discípulos robaron el cuerpo de Jesús para hacerle creer el mundo que en realidad había resucitado como dijo, es la transformación de los discípulos de temerosos y escondidos hombres a valerosos y fieros predicadores de la resurrección. Uno puede, como bien dice Josh McDowell, enseñar y sostener algo que sabe que es una mentira, pero estar dispuesto a sufrir y morir por una mentira, eso es imposible. Y eso es precisamente lo que vemos en los discípulos de Cristo.
Ellos estaban asustados, todos sus sueños habían sido aplastados y sepultados. No había ni un ápice de vigor espiritual en ellos para siquiera pensar en construir una mentira de esa magnitud. Pero algo pasó. Algo que no se puede explicar humanamente. Aquellos mismos que habían abandonado a Jesús aquella noche, eran los mismos que más tarde, en el templo, anunciaban sin temor ni dudas que Cristo había resucitado. Y cuando se vieron enfrentados a las autoridades judías, a los mismos que habían crucificado al Señor, no mostraron ni una pequeña gota de cobardía. Antes bien, estaban dispuestos a ser azotados, perseguidos, encarcelados y muertos por la causa de Cristo. La pregunta que retumba en el silencio de los opositores es ¿que produjo este cambio en ellos? ¿Será que sacaron fuerzas de debilidad e inventaron una mentira por la que mas tarde darían la vida? ¿O será que, habiendo visto verdaderamente al Señor resucitado, fueron alentados, fortalecidos, renovados y revestidos de tal  autoridad que, no temiendo nada ni a nadie, estuvieron dispuestos a morir por aquello que sabían era una verdad irrefutable? Los creyentes creemos que esto último es la verdad.

5. Las apariciones de Jesús: Además de los discípulos, la Biblia dice que Jesús se apareció a más gente también. Pablo dice que, después de la resurrección "apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí" (1 Cor. 15:5-8).
Es importante eso que dice Pablo "Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún" es decir, que en el tiempo en el que Pablo escribe su carta, se podían encontrar testigos de la resurrección de Jesús. Si eso hubiese sido mentira, jamás Pablo hubiese dicho que habrían testigos vivos de la resurrección, por que los opositores bien podrían buscar a esos testigos y preguntarles. Y si era un invento de los apóstoles, esas personas les hubiesen delatado y dejado al descubierto. Además, Pablo dice que apareció a más de 500 hermanos a la vez. Eso refuta también ese otro argumento que apela a la sicologia y que dice que las apariciones de Jesús no fueron más que proyecciones de las mentes de los discípulos, quien deseaban tanto ver a Jesús resucitado, que ese deseo de alguna manera se materializó y ellos creyeron ver como una realidad, algo que no era otro cosas más que las proyecciones de su propia mente.
El hecho de que Jesús hubiera aparecido a más de 500 hermanos al mismo tiempo nos lleva a preguntarnos, ¿tuvieron todos estos creyentes exactamente la misma proyección, en el mismo lugar, y en el mismo momento? ¿Puede ocurrir en realidad algo así? La misma sicologia está en contra de un fenómeno como ese. Por lo tanto, creemos que como bien escribe Lucas acerca de Cristo, "después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios." (Hch. 1:3).

Nuestra creencia en la resurrección no es una salto ciego en la oscuridad. La fe cristiana está firmemente arraigada en hechos históricos. La evidencias de la  resurrección de Cristo no yacen ocultas bajo la bruma del misterio, antes bien son lógicas y claras. Están ahí para que todo aquel que en él cree no se pierda, más tenga vida eterna.

En cuanto al tema de la resurrección, recomiendo los libros:
"Evidencia que exige un veredicto" de Josh McDowell
"Al tercer día" de Hank Hanegraaff y
"¿Quién movió la piedra? De Frank Morrison.

sábado, 7 de mayo de 2016

¿SE PUEDE RESISTIR LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO?

Arthur Pink dice al respecto:

Al exponer la soberanía de Dios Espíritu en la salvación hemos mostrado que su poder es irresistible, que por sus operaciones de gracia sobre y dentro de ellos, ‘compele a los elegidos de Dios a venir a Cristo. La soberanía del Espíritu Santo se establece no solo en Juan 3:8 donde se nos dice que «el viento sopla de donde quiere… así es todo aquel que es nacido del espíritu», pero también se afirma en otros pasajes. En 1 Corintios 12:11 leemos: «Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere». Y una vez más leemos en Hechos 16:6, 7: «Y atravesando Frigia y la provincia de Galacia, les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia; y cuando llegaron a Misia, intentaron ir a Bitinia, pero el espíritu no se lo permitió». De esta manera vemos cómo el Espíritu Santo interpone su voluntad imperial en oposición a la determinación de los apóstoles.
Pero se objeta en contra de la afirmación de que la voluntad y el poder del Espíritu Santo son irresistibles diciendo que hay dos pasajes, uno en el Antiguo Testamento y otro en el Nuevo, que parecen militar en contra de tal conclusión. Dios dijo en la antigüedad: «No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre» (Gn 6:3) y Esteban declaró a los judíos: «¡Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros. ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres?» (Hch 7:51, 52). Si en ese entonces los judíos ‘resistieron’ al Espíritu Santo, ¿cómo podemos decir que su poder es irresistible?
La respuesta se encuentra en Nehemías 9:30: «Les soportaste por muchos años, y les testificaste con tu espíritu por medio de tus profetas, pero no escucharon». Lo que Israel ‘resistió’ fueron las operaciones externas del Espíritu. Era el Espíritu hablando por y a través de los profetas a los que ellos ‘no escucharon’. Ellos no resistieron algo que el Espíritu Santo obró en el interior de ellos, sino los motivos que les presentaron los mensajes inspirados de los profetas. Tal vez ayudará al lector a captar mejor nuestro pensamiento si comparamos Mateo 11:20–24: «Entonces comenzó a reconvenir a las ciudades en las cuales había hecho muchos de sus milagros, porque no se habían arrepentido, diciendo: ¡Ay de ti, Corazín!», etc. ¡Nuestro Señor pronuncia aquí ayes sobre estas ciudades por no haberse arrepentido ante las ‘poderosas obras’ (milagros) que había hecho a su vista y no por ninguna operación interna de su gracia! Lo mismo es cierto de Génesis 6:3. Al comparar 1 Pedro 3:18–20 se verá que fue por y a través de Noé que el Espíritu de Dios ‘luchó’ con los antediluvianos.

La diferencia que se indicó anteriormente fue resumida muy hábilmente por Andrew Fuller (otro escritor fallecido hace ya mucho tiempo de quien nuestros contemporáneos podrían aprender mucho) quien lo expresó del siguiente modo:

«Existen dos clases de influencias por medio de las cuales Dios obra en las mentes de los hombres. La primera, que es común y que se lleva a cabo por el uso ordinario de los motivos que se presentan a la mente para su consideración; la segunda, que es especial y sobrenatural. Una no contiene nada misterioso más que la influencia de nuestras palabras y acciones sobre los demás; la otra es un misterio del que no sabemos nada sino solo por sus efectos. La primera puede ser eficaz; la segunda lo es».

Los hombres siempre ‘resisten’ la obra del Espíritu Santo sobre o hacia ellos; su obra dentro de ellos siempre tiene éxito. ¿Qué dicen las Escrituras? Esto: «El que comenzó EN vosotros la buena obra, la perfeccionará». (Fil 1:6).

Comentario de Charles Spurgeon sobre los puritanos

"Los puritanos fueron los más resueltos protestantes de la nación; calvinistas celosos; predicadores cálidos y  afectuosos.  Eran las personas más pías y devotas de la tierra; hombres de oración en lo secreto y en público, así como en el seno de sus familias. Su estilo de devoción era ferviente y solemne, dependiente de la ayuda del Espíritu Divino. Tenían una profu nda reverencia para el santo nombre de Dios, y eran enconados enemigos no sólo de los juramentos profanos, sino de la plática insensata y de las burlas.  Eran estrictos observantes del día del Señor, dedicando todo el día a la devoción en público y en priva do y a la caridad. Era marca distintiva de un puritano, en aquellos tiempos, verlo asistir a la iglesia dos veces al día, con su Biblia bajo el brazo. Y mientras otros se dedicaban al juego y a las distracciones, a las parrandas, a caminar por los campos, o a la diversión del boliche, la esgrima, etcétera, estos, desde la víspera del día de reposo, se dedicaban con la familia a leer las Escrituras, a cantar salmos, a repasar sermones, a catequizar a sus hijos y a la oración. Y esta actividad la llevaban a c abo no sólo el día del Señor, sino que tenían sus horas de devoción familiar durante los días de semana; eran circunspectos en cuanto a todo exceso en la comida y en la bebida, en la ropa, y las diversiones sanas.  Eran frugales, diligentes, honestos en sus  tratos, y solícitos en dar a cada quien lo que le correspondía." Ese es un noble testimonio hacia la verdad puritana y el poder del Evangelio. Un sabio infiel dice que los calvinistas y jansenistas, "cuando son comparados con sus antagonistas, se han destacado, no en menor grado, en las virtudes más rígidas y respetables; ellos han sido un honor para su propia época, y el mejor modelo de imitación para las generaciones sucesivas." Imagínense a un infiel hablando así. Creo que fue un infiel quien dijo: "vayan a escuchar a un arminiano para oír hablar de buenas obras; pero vayan a un calvinista para ver cómo exhibe esas obras." Y aun el doctor Priestly, que era un unitariano, admite que: "los que sostienen las doctrinas de la gracia, se conforman menos al mundo y tienen un principio mayor de religión, que nuestros propios seguidores: y quienes, con base en un principio de la religión, atribuyen más a Dios y menos al hombre que otros, tienen la mayor elevación de piedad."

Cinco advertencias hacia los que pecan abusando del perdón y la misericordia de Dios.

Por Tomás Brooks

1. Primero, siempre es una señal de que Dios está en contra nuestra cuando no nos preocupamos por el pecado. Cuando vemos que alguien no está preocupándose por sus pecados, podemos estar seguros de que Dios está juzgando a esta persona. Es una cosa terrible cuando Dios entrega a uno a sus propios pecados. En una ocasión Dios dijo con respecto a los israelitas: “Los dejé por tanto a la dureza de su corazón; caminaron en sus propios consejos”  (Sal 81:12)  En otro momento “Efraín es dado a ídolos; déjalo”  (Os. 4:17)  Esto fue el juicio de Dios contra de ellos. Cuando Dios abandona a un pueblo, entonces ya no se preocupan por sus pecados.

2. Segundo, Dios es tanto misericordioso como justo; Su misericordia no anula Su justicia. Satanás oculta esta verdad cuando dice que Dios siempre será solamente misericordioso. Cuando Adán pecó, Dios en su justicia le echó fuera del paraíso. Cuando el mundo antediluviano se corrompió, Dios en su justicia mandó el diluvio. A menos que los pecadores se arrepientan, Dios no les puede perdonar.

3. Tercero, los pecados contra la misericordia de Dios acarrean mayor juicio. Cuando los hombres abusan de la misericordia de Dios entonces viene su juicio. Este es el orden en que Dios actúa: Ofrece primero su misericordia, pero si los hombres no le hacen caso, entonces son juzgados. Dios mostró gran misericordia y ternura hacia los israelitas, sin embargo ellos se alejaron de Dios y le olvidaron. Jesús les advirtió que no quedaría piedra sobre piedra de su templo y así sucedió. (Mar. 13:2) Jerusalén y el templo fueron destruidos. Los judíos fueron muertos y llevados cautivos. Los que abusaron de la misericordia de Dios y le dieron la espalda a sus advertencias, fueron objetos de su justicia. Entre más que uno es bendecido, más severo será su juicio si se olvida de Dios. Capernaum que fue levantada hacia el cielo posteriormente, fue puesta hasta la parte más baja del infierno. (Mat.11:23)

4. Cuarto, los creyentes no deben pensar que debido a que disfrutan de algunas bendiciones de Dios, todo está bien. Todos de alguna manera u otra reciben constantemente beneficios de la bondad de Dios. Pero la misericordia especial de Dios es solamente para aquellos que le aman y le obedecen. “Todas las sendas de Jehová son misericordia y verdad para los que guardan su pacto y sus testimonios”  (Sal 25:10)  “He aquí el ojo de Jehová sobre los que le temen, sobre los que esperan su misericordia.”  (Sal.33:18)  “Porque como la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los que le temen.”  (Sal.103:11)  ¿Teme usted a Dios? Si es así, entonces no deseará pecar contra su misericordia.

5. Quinto, la misericordia de Dios es un motivo muy fuerte para no pecar. La bondad de Dios nunca debe convertirse en un pretexto para pecar. La biblia dice que debido a la misericordia de Dios, los creyentes deben entregarse completamente a El, su cuerpo, su mente y todo lo que son, a fin de que sean usados en su servicio. (Rom.12:1)  La misericordia de Dios debe conducir a los creyentes a amarle y no a pecar contra El. Los que toman la misericordia de Dios como un pretexto para pecar, están siguiendo una lógica satánica. Cuando esta lógica de pensamiento predomina en una persona, hay motivos para suponer que tal persona está en perdición. Cuando una persona dice que la misericordia de Dios significa que el pecado no importa, tal persona demuestra que no está valorando correctamente este atributo divino. Una comprensión correcta de la misericordia divina, trae como resultado una atracción hacia Dios y un aborrecimiento del pecado.

Ocho diferencias entre la gracia salvadora y la gracia común de Dios. Por Tomás Brooks.

1. Primero, la gracia salvadora cambia a la persona misma, concediéndole vida espiritual, una nueva naturaleza; entre tanto que la gracia común solamente obstruye el pecado, manteniéndole dentro de ciertos límites permitidos por Dios. La gracia común limita el pecado y controla sus efectos, pero no transforma interiormente las personas. La gracia salvadora de Dios transforma a la persona en su mente, sus emociones, su voluntad.  Todos los aspectos de su vida están siendo cambiados, limpiados y renovados.

2. Segundo, la gracia especial de Dios produce un interés profundo y personal en las realidades espirituales y eternas: en Dios, en Jesucristo, en las promesas de Dios, en su Reino, en el cielo. Los que son solo objeto de la gracia común de Dios pueden tener cierto conocimiento superficial de la biblia, pero su interés en tales cosas es solo temporal y en realidad no quieren conocer a Dios, no es su deseo principal. La biblia nos da muchos ejemplos de personas que fueron objeto de la gracia común, sin ser recipientes de la gracia salvadora de Dios. (Por ejemplo, Judas, Demas, los fariseos, el rey Saúl, etc)

3. Tercero, la gracia especial de Dios produce un placer verdadero en el servicio de Dios. Para los objetos de la gracia salvadora, los mandamientos de Dios no son gravosos, el yugo de Cristo es fácil y ligera su carga. Los recipientes de la gracia especial de Dios encuentran gozo en la oración, la lectura de la biblia, la comunión con otros creyentes y la adoración de Dios. El salmista habló de ésta clase de persona diciendo: “ En la ley de Jehová está su delicia.”  (Sal 1:2)  Para aquellos que son solo objeto de la gracia común, el servicio de Dios es pesado, aburrido, una carga en lugar de un placer. El profeta Malaquías dice, “Habéis dicho: Por demás es servir a Dios; ¿Qué aprovecha que guardemos su ley y que andemos tristes delante de Jehová?”  (Mal.3:14) Este es el pensamiento de aquellos que solo conocen la gracia común.

4. Cuarto, la gracia salvadora le hace a uno temer la perversidad de su propio corazón. Le hace examinar cuidadosamente su propio corazón y tener cautela de su forma de vivir. La gracia común le deja a uno satisfecho con un cristianismo superficial. Los creyentes que lo son de nombre solamente, se fijan más cuidadosamente en otros que en sí mismos; juzgan a otros antes que a sí mismos.

5. Quinto, la gracia salvadora le hace a uno amar y buscar la santidad, aún cuando sea difícil y peligroso. Los creyentes de nombre solamente, aquellos que no son realmente salvos, no perseveran cuando la vida cristiana se vuelve difícil. Jesús habló de semejantes personas en la parábola del sembrador. (Mat.13:20-21)  La semilla sembrada entre pedregales representa a la persona que oye la palabra y al momento la recibe con gozo, “pero no tiene raíz en sí, antes es temporal, pues al venir la aflicción o la persecución por la palabra, luego se ofende.”   El creyente verdadero, sigue a Cristo aún cuando sea difícil.

6. Sexto, los que gozan de la bendición de la gracia especial de Dios, quieren obedecer a Dios por motivos espirituales. Desean orar, quieren servir a Dios, quieren escucharle porque le aman y desean agradarle. Aquellos que solo son creyentes nominales, hacen algunas de estas cosas pero no porque amen a Dios, sino solo para ser vistos de los hombres. Quieren que otros piensen bien de ellos pero en realidad no quieren agradar a Dios.

7. Séptimo, la gracia salvadora, renovadora; conduce al deseo de abandonar, de dejar el pecado por completo y a obedecer todos los mandamientos de Dios. Los creyentes son hechos semejantes a Caleb de quien Dios dijo: “Por cuanto hubo en él otro espíritu, y cumplió de ir en pos de mí.”  (Num.14:24)   Los que solo aparentan ser creyentes sin serlo, siguen a Dios a medias, son de doble ánimo, solo obedecen cuando les es conveniente. Es necesario hacer una distinción entre lograr la perfección y desearla, entre el esfuerzo para obedecer y el cumplimiento.  El alma renovada puede decir: Aunque no he mortificado completamente ningún pecado, como debiera y como quisiera, sin embargo aborrezco todo pecado. Aunque no he obedecido perfectamente ni un solo mandamiento, como quisiera y como debiera, sin embargo amo cada mandamiento de Dios. Todos me son preciosos, y no hay uno solo que no deseo cumplir. Este era el sentir del apóstol Pablo en Romanos 7:15-22.

8. Octavo, principalmente y sobre todo, aquellos que son benditos con el amor y la gracia especial de Dios, estiman a Cristo como la más grande bendición. Cristo mismo es suficiente para satisfacer sus almas. Pueden gozar de Cristo sin poseer riquezas, sin placeres, sin la sonrisa de la prosperidad; de todos modos están contentos con Cristo. Cristo es el todo, el Sumo Bien para los que conocen la gracia salvadora. Si estamos enfermos, Él es el médico; si tenemos sed, Él es el manantial; si el pecado nos inquieta, Él es nuestra justicia; si necesitamos ayuda, Él es poderoso para salvar; si tememos la muerte, Él es la vida; si estamos en tinieblas, Él es la luz; si somos débiles, Él es nuestra fortaleza; si somos pobres, Él es la plenitud; si deseamos el cielo, Él es el único camino. En contraste con los que solo tienen la apariencia de creyentes, quienes estiman más las recompensas, los beneficios y la alabanza que reciben profesando el cristianismo (pero que en realidad no estiman a Cristo por encima de todas las cosas), los que poseen a Cristo no carecen de nada. Así dijo Pablo, “como no teniendo nada, más poseyéndolo todo.”  (1Cor.6:10)   Entonces, quienes no poseen a Cristo, no tienen nada.