miércoles, 24 de mayo de 2017

La elección de Dios precede a la fe

Pablo entonces procede a declarar que «Dios hizo sobreabundar las riquezas de Su gracia para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo» (Ef. 1:8–9). En estas palabras, oyes, lector, la gracia de la iluminación que fluye como un río de la fuente de aquel eterno consejo que había estado oculto. Lejos, muy lejos está esto de la idea de que Dios tuviera en cuenta nuestra fe para nada al escogernos Esa fe no pudo haber existido excepto que Dios la prescribió para nosotros por la libre gracia de Su adopción para con nosotros. Pablo confirma todo esto en mayor grado cuando declara que ninguna causa externa movió a Dios —ninguna causa fuera de Sí mismo al escogernos— sino que Él mismo, en Sí mismo, fue la causa y el autor de la elección de Su pueblo, aún no creado o nacido, como aquellos a quienes más tarde habría de conferir fe: «conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Ef. 1:11).
¿Quién no puede ver que aquí se exhibe el propósito eterno de Dios diametralmente opuesto a nuestra propia voluntad y propósito? También Agustín sopesó a fondo este pasaje y, según su interpretación, observa «que Dios de tal manera obra todas las cosas que también en nosotros obra la disposición de creer». De esta manera se presenta y se prueba, creo yo, quiénes son los que Dios llama por el Evangelio para la esperanza de salvación; a quiénes injerta en el cuerpo de Cristo; y a quiénes constituye herederos de vida eterna; que éstos son los que Él adoptó para Sí mismo por Su eterno y secreto consejo para ser Sus hijos; y que tan lejos estaba de ser movido a adoptarlos por ninguna fe en ellos, que esta elección es la causa y el comienzo de toda fe en ellos; y que, por tanto, la elección es, en cuanto al orden, antes que la fe.

El amar a Dios depende en su llamado.

Igualmente claro y manifiesto es lo que se encuentra en el octavo capítulo de la Epístola de Pablo a los Romanos. Después de decir que todas las cosas ayudan a bien a los fieles que aman a Dios, a fin de que nadie busque el origen de su felicidad en sí mismo, o suponga que por amar a Dios primero es merecedor de la bondad de Sus manos, el apóstol, por vía de corregir todo error de esa clase, añade de inmediato: «a los que conforme a su propósito son llamados» (Ro. 8:28). Por medio de lo cual se ve que Pablo ansía asegurarle a Dios toda la gloria, pues demuestra que es Él quien, por Su llamado, hace que lo amen los hombres, que por sí mismos no podían sino aborrecerlo.
Si uno examina escrupulosamente la especie humana entera, ¿qué inclinación natural a amar a Dios encontrará en ninguno de ellos? ¡Ninguna! En este mismo capítulo Pablo declara que todos «los designios de la carne son enemistad contra Dios» (Ro. 8:7). Pues bien, si todos los hombres son, por naturaleza, enemigos de Dios y adversarios Suyos, resulta muy evidente que únicamente Su llamado es lo que separa a algunos del resto, les hace deponer su odio, y los induce a amarlo. Además, no puede haber duda de que el apóstol habla aquí del llamamiento eficaz por medio del cual Dios regenera a aquellos que antes había adoptado para que fueran Sus hijos. El apóstol no dice sencillamente «los que son llamados» (esto a veces se aplica a los reprobados que Dios llama, o invita, promiscuamente con Sus propios hijos, al arrepentimiento y a la fe), sino que dice, con plena explicación: «a los que conforme a su propósito son llamados» (Ro. 8:28), propósito que debe ser, por su naturaleza y efecto, firme y ratificatorio.

Todo mérito humano previsto excluido.

Explicar este texto para aplicarlo al propósito del hombre es (según arguye Agustín) absurdo en extremo. En realidad, el contexto mismo proscribe todo escrúpulo, como para hacer totalmente innecesaria la intromisión de un intérprete. El apóstol añade de inmediato: «a los que predestinó [o definitivamente designó], a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó […]» (Ro. 8:30). Es evidente que el apóstol habla de un cierto número que Dios destinó para Sí mismo como propiedad y tesoro privativo. Pues aunque Dios llama a muchos —por muchos medios, y especialmente por el ministerio externo de hombres— ni justifica ni al fin glorifica a nadie excepto a quien ha ordenado para vida eterna. El llamamiento de Dios, por consiguiente, es un llamado especial positivo que de tal modo sella y ratifica Su elección eterna, que manifiesta patentemente lo que había estado oculto en Dios concerniente a cada uno de los que llama.
Muy bien conozco las cavilaciones de muchos sobre este punto. Dicen que cuando Pablo afirma que Dios predestinó a los que antes conoció, quiere decir que cada uno fue escogido con respecto a su fe futura, cuando creyera. Pero no les concedo a éstos lo que ilusamente se imaginan: que debemos entender que Dios previó en ellos algo que lo inclinaría a dispensarles Su favor y gracia. Es evidente que a Sus elegidos Dios los preconoció cuando, y porque, los escogió libremente. De ahí que el mismo apóstol enseñe en otro lugar que Dios conoce a los que son Suyos porque los ha marcado, por así decirlo, y los da por incluidos en Su lista.
Agustín tampoco omite el importante punto de que por el término «presciencia» hemos de entender el consejo de Dios por el cual predestina para salvación a los Suyos. Que Dios supo de antemano quiénes habían de ser herederos de vida eterna, nadie niega. La única pregunta que pudiera surgir es ésta: si Dios previó lo que habría de hacer en ellos, o qué serían ellos en sí mismos. Vana astucia es tomar el término «presciencia» y usarlo para fijar la elección eterna de Dios en los méritos del hombre, mientras que el apóstol en todas partes la vincula únicamente al propósito de Dios.

También, Pedro saluda a la Iglesia como «elegidos según la presciencia de Dios» (1 P. 1:2). ¿Haría esto Pedro creyendo que alguna virtud que Dios previó en ellos les ganó Su favor? ¡No! Pedro no está comparando hombres con hombres, haciendo que algunos sean mejores o más dignos que otros, sino que está situando en alto, por encima de toda otra causa, el decreto que Dios determinó en Sí mismo. Como si hubiera dicho que aquellos a quienes escribía se contaban ahora entre los hijos de Dios, porque fueron escogidos o elegidos por Él antes de que nacieran. Siguiendo este mismo principio, enseña después en el mismo capítulo que Cristo fue «destinado desde antes de la fundación del mundo» (1 P. 1:20) a ser el Salvador que habría de lavar con Su sangre los pecados del mundo. Es indudable que con esto aquel apóstol significa que la expiación del pecado, cumplida por Cristo, fue preordinada por el eterno consejo de Dios. Ni de otra manera puede explicarse lo que hallamos en el sermón de Pedro, registrado por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, que Cristo fue entregado a la muerte «por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios» (Hch. 2:23). Pedro articula «anticipado conocimiento» con «consejo» de modo que sepamos que Cristo no fue arrastrado a la muerte por mera casualidad o sencillamente por asalto violento de hombres, sino porque el todo-bondadoso y todo-sabio Dios, que conoce todas las cosas, así lo había decretado de propósito.
Un pasaje del Apóstol Pablo debe bastar para terminar toda controversia entre aquellos de mente sana. Dice él: «No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde antes conoció» (Ro. 11:2). Y un poco más adelante explica qué era esa presciencia, diciendo que «un remanente escogido por gracia» se salvó (Ro. 11:5). Otra vez, Israel no alcanzó por obras lo que buscaba, pero «los escogidos» sí lo alcanzaron (Ro. 11:7). Lo que en el pasaje anterior llamó presciencia, después lo define como elección, elección libre y gratuita.